jueves, 13 de febrero de 2014

Una vida en Florencia

Jamás pensé lo habitual que serían para mí aquellas tres siglas que me recibieron por primera vez en Florencia: SMN. La estación de ferrocarril de Santa Maria Novella sería mucho más que el lugar de partida y de destino final de todos los viajes, Santa Maria Novella sería mi barrio, que en una gran ciudad viene a ser como tu pueblo, al que vas y vienes pero del que nunca escapas.


Al bajar del tren, lo primero que pude ver fue un cruce de calles un tanto caótico que poco después sabría que marcaba el final de la ciudad antigua y el inicio de la moderna, el final de la Florencia que llenan los turistas cada día, la Florencia de la historia, de la que hablan los libros, y la Florencia de calles de ocho carriles con un paso de peatones sin semáforo, en el que para cruzar tenías que olvidarte de que por allí pasaba un flujo constante coches a altas velocidades y lanzarte hacía la otra acera esperando que frenasen. Y es que el tráfico en Florencia, en particular, y en Italia, en general, es la clara muestra de que un ambiente hostil crea, en este caso, mejores conductores, ya que era admirable ver el dominio de los espacios de aquellos extasiados fiorentinos que asiaban llegar a su destino y que, aunque pareciera imposible, siempre detenían sus vehículos antes de arrollarte en aquel inhóspito paso de peatones.
Tras hospedarme la primera semana en vía Faenza, y hacer de vía Nacionale, vía Guelfa y vía degli Alfani mis primeras arterias de la ciudad, mi residencia definitiva se fijó en el inolvidable primo piano del número 24 de la vía del Porcellana, a escasos metros de la plaza y la basílica de Santa Maria Novella, lugar de primera o última visita en los itinerarios de los turistas. Su plaza, siempre en obras, fue cambiando desde el primer día hasta el último de mi estancia en la capital de la Toscana, y allí, cada día, se daban cita, de manera invariable, desde los estudiantes de la escuela de arte que pintaban cuadros famosos en el suelo, hasta los acaudalados turistas que hacían uso de los lujosos hoteles situados en la plaza y sus alrededores, pasando, claro, por los músicos callejeros, los grupos de turistas con su correspondiente guía al
frente o los voluntarios de la Cruz Roja, que tenían su sede en uno de los laterales de la iglesia, aunque fuera realmente llamativo ver ambulancias aparcadas a diez metros de una de las iglesias más importantes de la ciudad.


Aquella fachada que parecía superpuesta y la pequeña zona ajardinada de su alrededor llegaron a crear en mí una sensación de belleza única. Sea como fuere, el caso es que era muy agradable vivir en la zona noble de la ciudad. Para un hombre como yo, nacido y criado en la ruralidad, no tener que ir cada día a esa parte donde la Florencia del renacimiento se tornaba mediocre, una ciudad más, una cualquiera, donde los coches mandaban por delante de las bicicletas y los edificios no transmitían más que monotonía; fue importante para que se hiciera bien presente la sensación de estar residiendo en la burbuja del centro de Florencia, un lugar
donde de camino a cualquier sitio debías cruzarte con el David de Miguel Ángel o atravesar la plaza del Duomo entre la catedral de Santa Maria del Fiore y las Puertas de Paraíso de Lorenzo Ghiberti, ante las que pasé momentos de auténtica felicidad, no solo observándolas con la soledad que proporciona la noche, sino en otras situaciones tan variopintas que serían difíciles de creer.


Sin duda, uno de los grandes placeres de la vida en Florencia era contemplarla de noche. La ciudad de día era un hervidero de gente, los miles de turistas que llegaban en masa se agolpaban en el centro de la ciudad
creando mareas de gente que bloqueaban plazas y calles, las colas eternas de la Galería Uffizi o las aglomeraciones en las fachadas de los edificios eran normales cada día, por no hablar del mercado de San Lorenzo, por donde era un suplicio tener que abrirse paso entre la muchedumbre que deambulaba deteniéndose en puestos que vendían todo tipo de recuerdos. Así pues, pasear por la ciudad de noche se convertía en la recompensa a haber tenido que atravesarla de día. La quietud que se respiraba en el ambiente, el ruido silencioso de la ciudad apagada que ya duerme y el amparo de la noche te hacían sentir como si no hubiera nadie más que tú en ese lugar. Ahí, en ese momento, tengo que decir que Santa Maria del Fiore era realmente imponente, más que a la luz del día. La faraónica obra te hacía percibirte a tí mismo como un ser realmente pequeño, al tiempo que el único ser humano del mundo que en ese momento observaba la cúpula de Brunelleschi.


De aquel edificio del siglo XVI en la angosta vía llamada del Porcellana, desde donde cada día partía la vida en Florencia, recuerdo la maltrecha puerta que daba a la calle y el frío siempre reinante en el portal, que no hacían sino alejar la sensación de hogar que realmente llegamos a disfrutar en aquel sitio. Había altos techos, con las vigas de madera a la vista, y unas pequeñas, pero muy importantes, diferencias con el prototipo de casa del centro florentino. Una era la existencia de salón, aunque fuera ligeramente improvisado en una habitación sin luz natural ni ventilación, era una pequeña cápsula atemporal en la que los cuatro tubos fluorescentes de la pared tenían que estar igualmente encendidos, ya fueran las dos de la tarde o las dos de la madrugada. La otra era una distribución normal del cuarto de baño, sin duchas sobre retretes o cosas de ese tipo, más habituales de lo que se podría imaginar.
Ente otras cosas, recuerdo el día de la visita del entonces primer ministro de la República de Italia, Silvio Berlusconi, a una pequeña trattoria frecuentada por famosos casi al final de la calle, visita que descubrimos cuando hasta ocho carabinieri cerraron la calle al tráfico, tanto de vehículos como de personas, y nos impedían el paso a nuestra casa.
Así, ligeramente apartada del centro, entre el puente de la Carraia y el de Americo Vespucio, la del Porcellana era una calle con historia, dueña de sus vecinos, algunos de los cuales no terminaron de ver con buenos ojos que allí vivieran aquellos jóvenes extranjeros que hacían casino tan a menudo.
Como decía, la vida partía cada día desde el cruce de la vía del Porcellana con vía Palazzuolo, por la que podías transitar camino al centro hasta enlazar con vía de la Spada y, un poco más adelante, darte de bruces el palacio Strozzi, construido por la familia de banqueros, rivales de los Medici.


Siguiendo por la vía dedicada a los propios Strozzi se llega a la plaza de la Reppublica, en la que se entra, al tiempo que se atraviesa el Arco di Trionfo, en el corazón de Florencia. Lugar de míticos cafés, la plaza da una sensación de amplitud única en la ciudad, ya que, salvo el tiovivo y algunos grupos de músicos, todo
se circunscribe a los extremos del rectángulo que forma aquel maravilloso lugar.


Escasos metros al norte de la Reppublica se encuentra la plaza del Duomo, donde las más altas cotas que jamás alcanzó la ciudad se ven reflejadas en blanco, verde y rosado. Uno tras otro, el baptisterio de San
Giovanni
, el campanile de Giotto, la catedral de Santa Maria del Fiore o la cúpula proyectada por Brunelleschi te van impactando hasta el punto de verte abrumado por la historia y la genialidad que contiene aquel lugar. Era uno de mis pasos obligados por el día y una de mis visitas más recurrentes por las noches, cuando todo parece aún un poco más grande, un poco más bonito, es un poco más impresionante y, sobre todo, tú te sientes un poco más privilegiado, como si casi pareciera que el mismísimo Ghiberti hubiera realizado sus Puertas del Paraíso sólo para que tú las observaras.
 

Desde lo alto de la cúpula, aunque sobre todo desde el campanile, puedes disfrutar de una panorámica única de la ciudad, que abarca todo el centro, donde las casas parecen apiladas unas sobre otras en un inmenso caos ordenado, y parte de las afueras, además de la zona del río, el gran Arno, y las joyas que se
esconden más allá de su orilla sur.
Antes de ir al sur, un poco más al norte del Duomo, está la zona de San Lorenzo. La basílica y la capilla Medicea quedan camufladas durante el día por el mercado ambulante que las rodea. Todo turista que visita Florencia compra un recuerdo en los puestos de San Lorenzo, así como cada fiorentino visita el mercatto homónimo, donde se pueden conseguir las mejores carnes y pescados de la ciudad, y eso crea una constante masa de gente que inunda de vida aquellas calles. Por la noche, los soportales que rodean el edificio del mercado se convierten en el lugar donde duerme un número ingente de personas, a pesar del frío, a la espera de encontrar algo qué comer al día siguiente en esas mismas calles.


También cerca de esa zona, desde el Duomo, por vía dei Servi, y al lado de una tristemente desapercibida basílica de la Santissima Annuziata, en la plaza Bruneleschi, se encuentra el edificio central de la Facoltà di Lettere e Filosofia de la Università degli studi di Firenze, uno de los sitios donde pude apreciar con más claridad la reutilización de edificios que se da en la ciudad, donde se puede ver como antiguas paredes albergan moderno material de oficina o como bustos y estatuas daban paso a estanterías metálicas repletas
de libros. Aunque prácticamente ninguna clase se impartía en ese edificio, su claustro era un lugar agradable en el que pasar el tiempo, un lugar de reunión, donde iban y venían ideas sobre los más diversos temas.


No lejos de allí, de camino a la plaza San Marco, casi escondida en una pequeña calle, se encuentra la Gallería de la Academia, donde tantas veces me pude deleitar con su más famoso habitante, del que recuerdo, sobre todo, esas inmensas y perfectas manos que no se podían observar tan detenidamente en
ningún otro lugar.


Bajando desde el Duomo por vía dei Calzaiuoli, trayecto muy recurrido para los turistas, se llega a otro de los lugares inolvidables para cualquiera que haya visitado la ciudad, la plaza de la Signoria. Centro neurálgico de la vida florentina desde los albores de la ciudad, dónde el pueblo de Florencia hizo honor al arte y a la justicia en históricas ocasiones, reúne, en esa extraña forma de L, tanta historia como arte.


El edificio que más sobresale es el palacio Vechio, el abuelo de la arquitectura florentina, que aún conserva su lugar de privilegio, rodeado de estatuas y guardando la entrada a la galería Uffizi. Frente a su fachada se alzan estatuas, hoy copias, que un día marcaron el destino de la ciudad, el David de Miguel Ángel, el Marzocco de Donatello, el Hércules y Caco de Bandinelli o la gran fuente de Neptuno, así como la estatua ecuestre de Cosimo I, primer Gran Duque de Toscana.
Junto al palacio se levanta la logia de Lanzi, un lugar privilegiado de la ciudad donde el arte se puede disfrutar en la calle. El Perseo con la cabeza de Medusa de Benvenuto Cellini es, sin duda, una de las estatuas que más tiempo admiré en mi vida, desde los pies alados hasta el autorretrato, pasando por el
cuello cortado de Medusa, del que parecer brotar sangre, y el rostro de Perseo, tranquilo y consecuente, como el héroe que acaba de completar su misión.


En una esquina de la Signoria, casi escondida, se abre magestuosa la galería Uffizi. Más allá de lo que se esconde tras los muros del edificio que un día modernizó las estructuras de gobierno de la ciudad, el arte en la calle toma un relieve especial en ese lugar exacto de la ciudad. Siempre era un placer cruzar por aquel corredor donde se dan cita los fiorentinos más ilustres de la historia, de Lorenzo il Magnifico a Maquiavelo, pasando por otros tantos, más famosos que estos, que han forjado la historia de la ciudad.


Al final del corredor, magestuoso, se extiende el Arno y sobre él, a escasos metros a la derecha, el ponte Vechio. Vestigio de un tiempo pasado, casi borrado por completo por la guerra, es el puente central de la ciudad, siempre inundado de gente, incluso hasta entrada la noche. Cada adoquín podría contar una parte de la historia de la ciudad del giglio, desde que tuviera su origen como lugar de concentración de los carniceros hasta la actual aglomeración de joyeros.


Pero aún al norte del río, yendo hacia el este, casi en el límite donde la ciudad del renacimiento sigue pareciendo del renacimiento, se encuentra uno de los lugares más especiales que para mí tiene Florencia, Santa Croce. Histórico templo por su fachada, por ser un símbolo de la ciudad, por los las ilustres tumbas que guarda o por su sobrecogedor interior (sino que le pregunten a Stendhal) para mí es histórico por las horas y horas que pasé a la sombra de aquella fachada, por los hermanos que allí me encontré, por el
Calcio Storico, por el primo piano del número 14, al lado de aquella estatua de Dante que fue testigo mudo de las andanzas y desventuras que allí se vivieron.


Cruzando el río hacia el sur, cambia la ciudad, inmediatamente se respira una sensación de mayor espacio, de desahogo. El terreno sobre el que se asienta es cada vez más escarpado, el monte toscano va exigiendo su espacio y, cuanto más al sur, más terreno le gana al urbanismo. En ese contexto se alza el palacio Pitti, llamado así por la familia de banqueros que lo construyó, aunque fue incorporado al patrimonio de los Medici por la noble española Leonor de Toledo, esposa de Cosimo I, que detestaba las estrecheces del
Palazzo Vechio. En el nuevo e inmenso palacio renacenstista, los primeros Grandes Duques de Toscana se apartaron un poco del centro neurálgico de la ciudad, y con ello de muchos peligros, además de poder disfrutar, como ahora nosotros, de los jardines de Boboli, un regalo para los sentidos, un oasis de paz
en medio de la ciudad.


Con el cambio de residencia, Cosimo I de Medici necsitaba, como bien sabía su esposa, poder hacer rápida y eficazmente, sin mezclarse con el pueblo, el trayecto entre el palacio Vechio y el nuevo palacio Pitti, por lo que encargó a Giorgio Vasari la construcción de un corredor que, pasando por la galería Uffizi y sobre el puente Vechio, con parada en la iglesia de la Santa Felicita, uniera los dos palacios, un corredor, conocido hoy como de Vasari, que es una pequeña joya escondida entre tanta grandilocuencia. Es interesante
seguirlo desde su origen en la Signoria hasta su final al otro lado del río, como se camufla entre los edificios, aunque es, sin duda, más interesante poder cruzar parte de la ciudad desde su interior, un privilegio que solo se da a unos pocos en ocasiones muy señaladas, normalmente ya de noche, a horas alejadas de aglomeraciones turísticas.


A escasos metros del Pitti se encuentra Santo Spirito. Aunque artísticamente incomparable, era conocida en la noche fiorentina como la Santa Croce de los italianos. Frente a su fachada en blanco se daban cita habitantes de la ciudad de todas las calañas, desde señores que a la tarde tomaban café en las terrazas hasta inmigrantes que hacían sus negocios al márgen la ley, pasando por jóvenes alternativos. No era raro ver como un turista despistado, confundido por la noche, se marchaba de allí si su cartera.


Un viaje un poco más largo era necesario para llegar al piazzale Michelangelo. El serpenteante viale Giuseppe Poggi se podía atravesar por un camino de tierra que llegó a convertirse en una ruta muy agradable con la que llegar a la mejor vista de la ciudad. Ya enclavada en las colinas del sur que acogen
también los jardines de Boboli, la plaza dedicada a Miguel Ángel, en la que hay otra copia de su David, es un enclave privilegiado para deleitarse con la silueta que forman iglesias y palacios de la ciudad, amontonados como si no tuvieran la importancia que realmente tienen.

Menos habituales, aunque no por ello menos placenteras, eran las visitas a zonas más alejadas del centro de la ciudad, por ejemplo a Campo di Marte, donde se encuentra el Estadio Artemio Franchi, templo viola de la ciudad, en el que disfruté como cada florentino de un equipo que se recomponía tras descenso a Serie B danzando por la Champions League de la mano del por siempre amado en Florencia Cesare Prandelli.


Más recurrida era la visita al parque de Cascine, una eternamente larga zona verde, siguiendo la margen derecha del río, donde te daba la bienvenida una estatua en honor a Víctor Manuel II, donde que se encuentra el hipódromo y donde veías gente corriendo o en bicicleta, fiestas, partidos de fútbol con
porterías improvisadas o, como si de una playa se tratase, el césped salpicado de toallas con cazadores de los pocos rayos de sol que, durante gran parte del año, llegan a Florencia.


Otro lugar donde era agradable sentarse un rato a disfrutar en una pequeña burbuja de paz dentro de la ciudad era en la Fortezza da Basso, una basta construcción ya en la zona donde la villa renacentista ha otorgado el testigo a la ciudad moderna, aunque que para un fiorentino de Scandicci, Sesto
Fiorentino
o Prato, siguiera siendo el centro. Dentro de la fortaleza, una moderna contrucción defensiva, se organizaban festivales de arte y exposiciones, y a su lado, un pequeño estanque rodeado de árboles y bancos, fue para mí un lugar tan recurrido como bonito, donde pasé muchas, muchas horas.
Con todo y con ello, y con tantas otras cosas aquí obviadas, Florencia impregnó todo mi ser con su historia, su arte y su grandeza, un tiempo y un lugar que serán recordados por siempre.

viernes, 7 de febrero de 2014

Recordando a Ernesto Sabato


Hoy, siete de febrero de 2014, hace exactamente dos años, nueve meses y siete días que falleció el escritor Ernesto Sabato. Ya sé que no es una efeméride a remarcar, ni una fecha señalada, pero hoy he recordado con especial cariño a uno de mis escritores predilectos, por no decir mi favorito. Así que me apetecía recordar el artículo que escribí para el ya extinto diario El Pueblo de Albacete, en el que yo trabaja en aquella época, con motivo de su muerte. Siempre he recordado este artículo con especial cariño, así que me apetecía compartirlo:


A continuación trasncribo el texto:

Con Ernesto Sabato se muere el último genio de la razón

El artista argentino falleció el pasado 1 de mayo en su residencia. Con una avanzada ceguera y retirado de la vida pública, nos legó sus más caóticos, dolorosos y reveladores pensamientos en sus escritos y pinturas

 

Y lo primero que leí fue: “...en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. Esta es la conclusión con que Ernesto Sabato (pronunciado Sábato, pero escrito invariablemente sin tilde por él mismo) te da la bienvenida a su primera novela, El túnel. El primer capítulo comienza: “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne” por lo que en apenas cuatro líneas sabes el desenlace y la conclusión de la novela, ¿qué te queda por saber una vez leído esto? Todo.
El universo literario de Ernesto Sabato no se estructura entorno a misterios, ni alrededor de juegos del lenguaje. La literatura de Sabato es la lucha constante y dolorosa para expresar con palabras la racionalidad extrema con que trabajaba su mente. En cambio, aseguraba que las cosas importantes de la vida: el amor, el odio, la mayoría de las sensacionesy sentimientos que dan sentido a nuestra existencia, no se podían racionalizar.
Esto es algo típico de Sabato, ser un racionalista pleno y convencido que a su vez cree que las cosas que marcan la vida son las que no se pueden racionalizar.
Ernesto Sabato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, un 24 de junio de 1911, apenas unos días después de la muerte de su hermano Ernestito, dos años mayor, y del que heredó el nombre. Hijo de inmigrantes italianos, Francesco y Giovanna impregnaron de su origen calabrés a sus once hijos, de los que Ernesto era el décimo.
Durante sus estudios secundarios, realizados en el Colegio Nacional de La Plata, conoció a quién posteriormente citaría como la inspiración de su vida literaria, el profesor y escritor dominicano, fundamental en la época dorada de la literatura hispanoamericana, Pedro Henríquez Ureña.
Desde sus años de juventud se acercó a diversos movimientos obreros, socialistas o comunistas, con los que antes o después marcó la distancia que le exigía su propia conciencia. La vida de Sabato se rigió por la ilusión que puso en muchas cosas y el desengaño que obtuvo de la mayoría, solo el arte, tanto la escritura como la pintura, le permitió sobrevivir a su psicológicamente calamitosa vida.
Sus estudios superiores se orientaron a la Física, en 1938 obtuvo el Doctorado en esta disciplina por la Universidad Nacional de La Plata y recibió una beca para trabajar en el Laboratorio Curie en París. Durante esos años, su existencia se debatió entre las probetas de mañana y los sueños surrealistas de la noche parisina. Se estaba gestando la crisis existencial que en 1943 le llevó a alejarse definitivamente de la ciencia y encarar de frente la batalla de la escritura.
Ernesto Sabato fue un gran novelista, pero sobre todo un inmenso ensayista. No fue prolífico, ni de formas estilísticas novedosas, fue un gran novelista de la razón, de la psicología de las personas. En cada uno de sus escritos escudriñó la condición humana, sus acciones, su por qué, sus consecuencias y sus motivaciones. Todo es sometido al razonamiento humano para concluir en la inefectividad de este proceso en las emociones de las personas. Como un cascarrabias de amabilidad extrema, su escritura es un viaje tortuoso que finaliza en una decepción, pero que merece la pena hacer. La ficción novelesca de Sabato no es más que la transcripción ordenada de sus pensamientos, su proceso mayéutico te guía desde la incredulidad hasta la evidencia que él quería poner de manifiesto desde el inicio.
En su juventud conoció a Matilde Kusminsky Richter, con la que se casó en 1936, y a la que describió como la figura fundamental para que publicara sus escritos. Y es que la autodestrucción es una característica intrínseca a Sabato, la autodestrucción psicológica daba paso a la destrucción física de sus escritos y pinturas, de cualquier creación. Ernesto Sabato era un creador autodestructivo que abusaba del conocimiento, de la intuición y del interés por lo desconocido, hasta límites dolorosos.
Otro punto de interés de sus novelas es el humor; en medio del movimiento existencialista latinoamericano más crudo, las gotas de humor negro, macabro, casi metafísico, te trasladan a la naturalidad con que se describen las escenas más espantosas. La crudeza de las palabras simples expresando situaciones y pensamientos complejos, los duros interrogatorios a que somete Juan Pablo Castel a María Iribarne, la vejación psicológica a que el propio autor se ha sometido para escribir esas líneas, ese es el mérito de Sabato, esa es su fi rma, su seña de identidad.
Ernesto siempre se refugió en la pintura, el desahogo surrealista del óleo heredado de sus noches en los cafés parisinos le evitó el suicidio en, al menos, dos veces reconocidas. Un primero de mayo, Día del trabajador al que tanto defendió Sabato, y a la edad de 99 años, la muerte llegó a los ojos ya ciegos de un luchador por las libertades y los derechos humanos, siempre será recordado el mítico Informe Sabato sobre las víctimas de la dictadura militar argentina. Un sufridor de la razón, un traductor en palabra hispanoamericana de la condición humana.
Parece que se está cerrando el ciclo de oro de las letras hispanas del otro lado del Atlántico, la revolución que comenzara con un ensayo, Nuestra América, de Miguel Ángel Asturias, casi toca a su fin con un ensayista, un estudioso de la humanidad, un grande, Ernesto Sabato.